martes, 15 de junio de 2010

UN SOPLO DE AIRE FRESCO

No os recomiendo que vayáis a Elche en tren o en avión. Tampoco en autobús, sobre todo si alguno de los armatostes se para a la altura de Granada y se niega a continuar andando o volando. En mi caso el que se encabezonó en no seguir con su trabajo fue el autobús; si hubiera sido el avión, os habríais enterado antes. Vale, de acuerdo, la mejor opción era el bus.

Iba yo feliz de la vida viendo la película que nos habían puesto (“Tapas”), preparada para digerir ocho horas de trayecto sobre cuatro ruedas gigantes cuando, poco después de salir de Granada, el autobús comenzó a hacer ruidos extraños, el humo blanco nos rodeó, el motor se paró y la máquina se quedó encajada en el arcén de una carretera en una montaña cualquiera. No tuve la precaución de preguntar el nombre del sitio, aunque pasé allí hora y media. Sapos y culebras comenzaron a salir de la boca de los pasajeros.

“¡Mierda! Y ahora… a esperar a que venga el de reserva desde Granada… veremos cuánto tarda… “

“¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer!. Joder, para una vez que me pillo el directo, que es más caro pero tarda menos, va y se rompe… “

“¡Me cago en la leche! Esto es gafe… el tercero, el tercero en dos meses… ¡autobús en el que viajo, autobús que se rompe!”


Se hizo de noche, bajó la temperatura. Yo juraría por mi madre que lo que se oía a lo lejos eran lobos aullando… o es que he visto muchas películas de terror, una de dos. Así pasamos una hora y pico, esperando “la reserva”. No hay luz, el conductor ahorra energía. El que puede escucha música, otro llama a la familia. Y dos se gustan.

En los asientos delanteros, a la izquierda, un chaval de veintitantos charla en “Spanglish” con un mochilero estadounidense que no entiende qué ha pasado. En otro asiento delantero, a la derecha, una muchacha morena, de ojos grandes e Inglés básico se cuela en la conversación de los primeros. Y las chispas saltan, rebotan en el techo del autobús y yo, que estoy al fondo, las veo zigzaguear y luego desvanecerse, mezclándose con el aire, me incorporo en el asiento y respiro profundamente, un poco de aire fresco siempre viene bien.

Celebramos con aplausos la llegada del nuevo cachivache rodante. Nos mudamos. El chaval y la muchacha ya no hablan con el estadounidense tonto. Se sientan juntos y en el silencio del vehículo, de la noche y de la carretera, sólo se les oye a ellos. Se relatan la vida, se adornan y adulan el uno al otro, se ríen juntos, una hora tras otra. El rumor de su diálogo va y viene como el rumor del mar y la brisa de su deseo casi mueve las cortinillas.

Hemos parado en un restaurante de Lorca. Las señoras salen pitando para el baño; los señores se fuman un cigarrito. Después de un rato, la que escribe se planta en la puerta del bus, quiero subir pero no hay modo, está cerrado. El portátil pesa como uno de mesa. Miro a mi alrededor. Hay un gato negro a mi lado, qué bonito. Lo miro, me mira, nos hacemos amigos al segundo. Ojala pudiera llevármelo, no puedo. Le pongo carita de cordero degollado al conductor. Nos abre la puerta, ya nos vamos. Falta alguien, faltan dos.

Sí ya no tengo nada más que decirte, ni nada más que escuchar de ti, calla y mírame. Viviré en tus ojos y moriré en tu boca, resucitaré en tus brazos y latiré en tu corazón. Dame un beso… o dos, largos, fríos y dulces. Los guardaré aquí, con el primero que di y el que nunca recibiré. Si este viaje durara para siempre, para siempre sería tuya, ¿serías tú mío también?.

Pasan unos minutos. El conductor se cansa de esperar, toca el claxon varias veces. Los dos aparecen corriendo, vienen del parquecito que hay detrás del restaurante; el gato los mira y me mira y me guiña el ojo o yo se lo guiño a él. Ella sin aliento, con el pelo revuelto; él sonriente, con los labios rojos. Se suben al autobús y guardan silencio… en silencio es más fácil conservar en la memoria lo que nos sucede; lo que no ocurre, se graba de otra forma.

Hemos llegado a Elche. Me bajo del autobús. Ellos siguen, no sé hasta dónde. A la una de la madrugada las calles de Elche ya están puestas, pero la gente no. Mis tacones repican en el suelo y pesan en mi espalda el bolso, la mochila, el portátil, el expediente, mi paciencia, mi cansancio y mi sueño. No sé cómo acaba “Tapas”, tampoco sé si aquella aventura terminó con la última parada o la última parada fue sólo un principio.

El gato sigue rondando aquel restaurante. Todas las noches se da un paseo por el parquecito de atrás, para iluminarse, alegrarse y respirar aire fresco, porque no hay oscuridad que apague la luz que allí dejaron una noche un chico sonriente y una chica de ojos grandes.

Si aquel autobús no se hubiera estropeado y esa pareja no se hubiera encantado, yo no hubiera podido escribir este texto, o al menos, no tal como lo he hecho. Me alegro de que el autobús se rompiera. No me importó llegar mucho más tarde de lo previsto ni andar sola y cargada por una ciudad vacía y oscura. Mis tacones la llenaban y la chispa de aquel aire fresco aligeraba mi peso y alumbraba mi camino.